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FERNANDO FERNÁN GÓMEZ, UN ICONO DE LA CULTURA

FERNANDO FERNÁN GÓMEZ, UN ICONO DE LA CULTURA

     Esta tarde nos ha dejado, en silencio, el actor, director y escritor Fernando Fernán Gómez. Este Académico de la Lengua y premio Príncipe de Asturias de las Artes compaginó su amor al cine y al teatro con su pasión por los libros. Siempre que podía devoraba los libros y se empapaba de sus argumentos y peripecias. Su imaginación y creatividad brillaban en todos los ámbitos de la cultura. Desde su debú en el escenario con la obra Los ladrones somos gente honrada, de Enrique Jardial Poncela, hasta su última gran interpretación en la película de Antonio Hernández En la ciudad sin límites, Fernán Gómez nos deja imágenes imborrables, interpretaciones únicas y escritos llenos de maestría.

    Recuerdo su interpretación de El pícaro, de El abuelo o del maestro liberal en La lengua de las mariposas. Pero también recuerdo su novela El viaje a ninguna parte, con tintes autobiográficos y pinceladas costumbristas no exentas de crítica. Su presencia en la pantalla o en los escenarios fue un soplo de aires fresco en la época de la censura. Como director, me quedo con Las bicicletas son para el verano, un drama que se sitúa en la estela de Antonio Buero Vallejo. Quiero plasmar como homenaje a este icono de la cultura de la segunda mitad del siglo XX un fragmento del artículo El abrazo de la lectura, publicado en El País el 23 de abril de 1994, con motivo del Día del Libro. Es un homenaje al libro y a todos los amantes de la lectura.

     El libro se abre ante nosotros como se abre de piernas la amante entregada y posesiva. Como abren los brazos para acogernos el amigo y el familiar. En mi prehistoria se abrieron para mí los brazos diminutos, débiles y sucios de los primeros cuentos de calleja. Ya entre ellos se observaban diferencias sociales. Los más baratos cabían en la palma de la mano, su letra era casi ilegible y tenían las mejillas manchadas de tiznones como de carbón o de tinta de escribir palotes, curvas y garrotes. No parecían pensados para que los leyeran los niños, sino las abuelitas, deshojándose, al borde de la cuna. En cambio, los más caros, en octavo, se leían con facilidad y tenían letras de oro en la portada.

     Vinieron después los libros de aventuras. Cuando aún no se ha llegado a la adolescencia, cuando aún no nos han amaestrado y no nos han inyectado en el cerebro la suficiente cantidad de resignación, nos asombra dolorosamente la monotonía de la existencia. ¿Cómo es posible -se pregunta el niño-, haber pasado ocho años padeciendo esta sórdida repetición cotidiana? Los libros de aventuras, con su mentira piadosa, le abren las puertas de la esperanza.

     Los libros escondidos. Los libros secretos. Hay que tenerlos debajo de los libros de texto. Leerlos cuando no nos ven nuestros mayores o los profesores, en el colegio. Son libros de aventuras, novelas folletinescas, policíacas. Y muy pocos años después -no años, meses-, novelas pornográficas. Qué inefable placer me proporcionan esas lecturas. Aldous Huxley dijo: "una orgía real nunca excita tanto como un libro pornográfico". Y con esto no intento sugerir a nadie que abandone las orgías (…)

      Aparecieron después los que algunos consideran enemigos del libro: el cine, la radio, la televisión... son, es cierto, otros medios de difusión de la poesía, y también de la música y de las artes plásticas. Pero, aunque enemigos en cierto aspecto, es difícil que derroten al libro, ni creo que pongan en ello interés, El libro les lleva la ventaja de la corporeidad, de la cercanía. El libro lo tengo, lo poseo, puedo incluso darle achares, no mirarlo, no leerlo y, sin embargo, conservarlo. No es efímero. Puedo también tenerlo en las manos, acariciarle el lomo como a un perro amigo, hojearlo, sobarlo, puedo besar algunos de sus renglones si me han conmovido. Tanto si es un libro lujoso, encuadernado en suave piel, como si es un libro popular, de los que se doblan y se pliegan sumisos para ser leídos en la cama, con los que uno puede acostarse sin muchas dificultades (...)

     Echo una mirada a la biblioteca. Cuántos libros en ella que ha devorado el olvido. Y cuántos que ya no podré leer. Quiero decirles a esos libros que no leeré nunca, que no se sientan despreciados. Si sé que no los leeré, es porque estoy en esa edad en la que al tiempo se le ve volar como a un gorrión asustado, en la que se nos escapa como agua en un cesto, en la que huye como algunos queridos recuerdos. Pero, al decir adiós, que un libro me abra sus brazos y repose sobre mi pecho.

 

1 comentario

Javier López Clemente -

¡Qué paradoja tú bitácora convertida en un obituario que da un salto de 32 años!
Todos morimos pero a Fernan Gómez siempre lo recordaremos por su capacidad de trabajo, sus actuaciones, sus guiones, sus películas, sus libros. Su obra permancerá entre nosotros.

Salu2 córneos.