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josemarco

CARNAVALADAS

CARNAVALADAS

     Siempre que llega el mes de febrero, comienzan una serie de celebraciones populares - la mayoría de raíces religiosas - que siembran de ilusiones este mes anodino, enloquecido y paradójico. Porque febrero es un mes de transición entre el final de las celebraciones navideñas y el anuncio de la primavera. Y entre estas celebraciones tradicionales destaca la fiesta de carnaval, de origen pagano y con miles de ramificaciones en todo el planeta.

     Cuando se acercan estas fechas, me vienen a la memoria dos escritores del siglo XIX: el romántico Mariano José de Larra y el realista-naturalista Leopoldo Alas Clarín. Ambos intentaron hacerse eco en sus artículos o relatos de esta festividad tan arraigada en la época. Cada uno veía y valoraba el carnaval de modo distinto: Larra criticó con agudeza y con un humor agridulce las fiestas de su época en el artículo "El mundo todo es máscaras. Todo el año es carnaval". Leopoldo Alas escribió un relato breve, "El entierro de la sardina", en el que plasma magistralmente cómo los habitantes de un pueblo asturiano celebran la despedida del carnaval. Clarín, con su ingenioso estilete crítico ofrece a los lectores lo que podríamos denominar costumbres de carnaval, "carnavaladas". El pueblo aprovechaba estas fechas para desahogarse y evadirse de la cruda realidad. Han pasado más de cien años y quizás el sentido actual de esta fiesta  se más lúdico y menos reivindicativo. Aunque, eso sí, todos los días hay carnavaladas. Y si no que se lo pregunten a nuestros políticos.

     Plasmo un fragmento del relato de Larra, que puede ayudarnos a comprender el sentido primitivo del carnaval. O quizás a valorar cómo esta fiesta se ha ido adaptando a las circunstancias sociales. Eso sí, cuando no estaba prohibida, como ocurría durante mi infancia.

    

     No hay habitante de Rescoldo, hembra o varón que no confiese, si es franco, que el mayor placer mundano que ofrece el pueblo está en la noche del miércoles de Ceniza, al enterrar la sardina en el paseo de los Negrillos. Si no llueve o nieva, la fiesta es segura. Que hiele no importa. Entre las ramas secas brillan en lo alto las estrellas; debajo, entre los troncos seculares, van y vienen las antorchas, los faroles verdes, azules y colorados; la mayor parte de las sábanas limpias de Rescoldo circulan por allí, sirviendo de ropa talar a improvisados fantasmas que, con largos cucuruchos de papel blanco por toca, miran al cielo empinando la bota. Los señoritos que tienen coche y caballos los lucen en tal noche, adornando animales y vehículos con jaeces fantásticos y paramentos y cimeras de quimérico arte, todo más aparatoso que precioso y caro, si bien se mira. Mas a la luz de aquellas antorchas y farolillos, todo se transforma; la fantasía ayuda, el vino transporta, y el vidrio puede pasar por brillante, por seda el percal, y la ropa interior sacada al fresco por mármol de Carrara y hasta por carne del otro mundo. Tiembla el aire al resonar de los más inarmónicos instrumentos, todos los cuales tienen pretensiones de trompetas del Juicio final; y, en resumen, sirve todo este aparato de Apocalipsis burlesco, de marco extravagante para la alegría exaltada, de fiebre, de placer que se acaba, que se escapa. Somos ceniza, ha dicho por la mañana el cura, y... ya lo sabemos, dice Rescoldo en masa por la noche, brincando, bailando, gritando, cantando, bebiendo, comiendo golosinas, amando a hurtadillas, tomando a broma el dogma universal de la miseria y brevedad de la existencia...

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