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josemarco

VIAJES

VIAJES

     Viajar es abandonar por unas horas lo cotidiano, es iniciar una nueva aventura, es una oportunidad de disfrutar del paisaje, de embeberse de nuevas perspectivas, de intentar tocar el techo de los sueños.

     Hoy nos hemos acercado a uno de los valles más agrestes, solitarios y encantadores del Pirineo aragonés: al valle de Zuriza. Eso sí, después de una visita obligada a Ansó - todo historia y arte - y al imponente monasterio de Nuestra Señora de Siresa. La sinuosa carretera que surca el valle de Zuriza, dejando a la izquierda el río Veral, estaba flanqueada por gran cantidad de nieve. Su espesor iba en aumento a medida que nos adentrábamos en el valle. Tanto es así que hemos tenido que regresar antes de lo previsto. Hemos regresado inundados del blanco de la nieve, de la altivez de las hayas desnudas, del verde infinito de pinos enhiestos y desafiantes, de la sublime severidad de las rocas, del murmullo cantarín de un río que  promete una fecunda primavera.

     Porque, como decía Antonio Machado, hay de disfrutar del recorrido, mirar hacia el horizonte de los sueños, atisbar la luz crepuscular, embeberse del cielo azul y de la tierra amarronada. Por eso hemos hecho una parada en la histórica Ayerbe, con su espectacular torre del reloj y su recoleta plaza dedicada a Ramón y Cajal. Y hemos dejado a la izquierda los imponentes mallos de Riglos, esas eminencias ocres que tanto sedujeron a los viajeros románticos José María Quadrado y Francisco Javier Parcerisa.

     Viajar, surcar el paisaje, adentrarse en caminos sinuosos y poco transitados, contemplar la franja de los Pirineos, borracha de nieve, ascender y descender por los puertos olvidados, evocar otros viajes, otras rutas, otros encuentros. Y soñar con la cercana primavera, cuando las cascadas canten al unísono y reviva la vida aún adormecida.

    (FOTOGRAFÍA: Entrada de las escuelas de Ansó) 

 

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