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josemarco

CESARACOSTA, CIUDAD VISIGODA

CESARACOSTA, CIUDAD VISIGODA

    Se ha hablado y se ha escrito  mucho de la Zaragoza romana, de esa Caesaraugusta convertida en cruce de caminos y en uno de los baluartes de un imperio en expansión. También nos han llegado ecos y vestigios de la presencia de los musulmanes en la ciudad del Ebro. El palacio de la Aljafería es, precisamente, uno de los edificios más representativos de esta época medieval difícil y controvertida. Se han escrito numerosas obras sobre la Zaragoza romana y sobre la Zaragoza islámica. Pero pocos han abordado con acierto y determinación las décadas del siglo VII en las que la entonces llamada Cesaracosta se había transformado en una urbe muy importante en el marco de una Spania que acogía en su seno a culturas tan distintas como la romana, la judía o la musulmana.

            La escritora zaragozana Isabel Abenia acaba de publicar Erik el Godo, una novela en la que reconstruye minuciosamente el siglo VII de una ciudad en la que se codean los personajes más diversos. La autora de El alquimista holandés, novela que bucea en la apasionante vida de El Bosco, nos ha  vuelto a sorprender con este su segundo relato histórico. En él fusiona la ficción con la historia real de unos siglos apasionantes y desconocidos. Desde el primer momento nos atrapa la historia tamizada por la ficción del joven escandinavo Erik, que viaja a Zaragoza portando una carta misteriosa. El clan al que pertenece este niño de una excepcional precocidad atraviesa los Pirineos a mediados hacia el año 646 y se encuentra no sólo con la hostilidad de los habitantes de los lugares que visitan sino con el  cansancio, el frío y el hambre.

            En esta excelente novela, los ojos del joven protagonista se convierten en ventanas privilegiadas desde las que podemos contemplar la vida cotidiana de una ciudad amurallada, dominada todavía por los nobles romanos y sujeta a las vicisitudes de unos años en los que las enfermedades, la miseria y la marginación eran el pan de cada día. Pero no todo el panorama que nos ofrece esta obra es negativo. Ni mucho menos. Hay algunos personajes que prosperan y alimentan inquietudes culturales y humanitarias. Como el obispo san Braulio, al que sirve Erik durante los últimos años de su vida. De la mano de este joven e inquieto godo conocemos esa Cesaracosta que se convirtió junto con Toledo y Sevilla en uno de los faros culturales de España. Porque era un lujo para la época disponer de una buena biblioteca, de dos escuelas y de la iglesia de san Vicente, ubicada donde se encuentra la actual catedral de la Seo.

            Pero no todo es bueno en esta Zaragoza visigoda. Las prohibiciones de la iglesia católica de todo lo que recordara al paganismo anterior supusieron un retroceso en mejoras como los baños públicos o en actos festivos como las representaciones teatrales. Por eso, Cesaracosta soportó varias epidemias que diezmaron su población y tuvo que resistir numerosos asedios desde todos los ámbitos. Eso sí, mantuvo su independencia y demostró una vez más ese talante luchador que siempre ha caracterizado a los aragoneses.

            Hoy día, cuando está tan candente en Europa el problema de los refugiados, cuando la convivencia entre culturas vuelve a ser un hecho irreversible, cuando las diferencias políticas y sociales se acrecientan con los años, la evocación novelada de esta Cesaracosta visigoda nos ayuda a reflexionar sobre un presente convulso y sobre un futuro preñado de incertidumbre. Porque está claro que, aunque no hay ninguna adivina como la controvertida Galeswintha, sí que existen premoniciones que nos señalan caminos inexplorados e indicios de futuro. Así lo manifiesta este singular personaje en un sugerente epílogo: “No desaprovechéis vuestra vida venerando falsos ídolos…Buscad la sabiduría entre las páginas de los viejos libros y transmitidla a vuestra descendencia, tened en cuenta los errores de otros, las cruentas guerras y los desastres provocados por la ambición de unos pocos”.

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