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josemarco

UN BELLO RINCÓN DEL PIRINEO

UN BELLO RINCÓN DEL PIRINEO

     Aproveché la soleada mañana dominical para conocer uno de los valles más pintorescos del Pirineo oscense: el valle de la Garcipollera. Me desplacé desde Villanúa a Castiello de Jaca, dejé el coche en el cruce de Villanovilla y me dispuse a caminar durante poco más de una hora por una pista forestal en aceptables condiciones a lo largo de este valle solitario surcado por el río Ijuez. El paisaje es espectacular, la vegetación exuberante y el silencio elocuente. Sólo de vez en cuando me cruzaba con algún caminante o algún cicloturista. El murmullo del río me acompañó durante este agradable recorrido que culminó en uno de los rincones más  bellos del Pirineo aragonés: el monasterio románico de Santa María de Iguacel. Está situado en un lugar mágico y asentado sobre una pradera verde que invita al reposo y a la reflexión. El entorno paisajístico es espectacular y la armonía entre el arte y la naturaleza es total.

    Me sorprendió gratamente la atención y disponibilidad de la persona que se encarga de abrir el monasterio y de preocuparse por su mantenimiento. Pertenece a la Asociación Sancho Ramírez de Jaca, que se responsabiliza de la conservación y restauración de estos pequeños monasterios de los primeros años del Reino de Aragón (siglos XI-XII), dispersos por distintos valles del Pirineo. Santa María de Iguacel fue propiedad del conde Sancho Galíndez. consejero del rey Ramiro I y ayo de Sancho Ramírez. La recibió en herencia de su padre, el conde Galindo, hacia el año 1040.

    Historia, naturaleza y arte se dan la mano en este valle casi deshabitado. A mediados del siglo XX fueron abandonados los núcleos de Villanovilla, Bescós, Acín y Larrosa. El primero de ellos ha sido recuperado gracias a la iniciativa de unos particulares. Los demás permanecen mudos, en ruinas, acosados por la vegetación y en progresivo deterioro. De regreso hacia el coche, subí hasta Larrosa, de la que no queda más que la torre y el ábside de su pequeña iglesia románica y una docena de edificios semiderruidos. Caminé entre la maleza y contemplé aquellas casas que en su día tuvieron vida y ahora están abocadas al olvido definitivo. Recordé a los que aún vivieron en ellas. Y no pude evitar lo que narra Julio Llamazares en La lluvia amarilla y el impresionante monólogo final del último habitante de Ainielle. Abandoné lo que fue Larrosa con nostalgia y descendí hasta Acín. Sólo queda una esbelta torre de piedra como testigo silencioso de un lugar que hace un siglo tuvo vida y ahora ofrece soledad y desolación.

     A pesar de todo, mi ruta matinal fue completa y positiva. Aconsejo a los amantes de la montaña y a los enamorados del arte, que no dejen de acercarse al monasterio de Iguacel. No volverá a ser lo que fue en el siglo XI, pero gracias a los esfuerzos por su rehabilitación, la actual ermita se ha convertido en un punto de referencia dentro de las rutas del románico aragonés.

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