EL PESO DE LAS FECHAS
Hay fechas que se clavan en la memoria como pequeños alfileres. Hay días que, a pesar del paso del tiempo, no pasan inadvertidos. Hay efemérides que se dilatan paulatinamente y pueden servir de acicate, de incentivo o de simple hervidero de nostalgias.
No puedo olvidar, ni olvidaré nunca, los días en que me dejaron mis seres más queridos. No puedo olvidar las fechas especialmente relevantes a nivel personal. Y una de ellas es el once de septiembre.
Es verdad que, después de ese día de 1964 han ocurrido otros hechos a nivel nacional e internacional que han teñido de distintos colores esta fecha. Recuerdo esa jornada trágica en Chile en 1973, con la entrada de los rebeldes en el Palacio de la Moneda de Chile y el golpe de estado de Pinochet que termina con la vida de Salvador Allende. Recuerdo la Diada de Catalunya de 1977, esa multitudinaria manifestación de más de un millón de personas. Recuerdo la trágica jornada de 2001, con esas imágenes escalofriantes que nos mostraron en directo la colisión de dos aviones contra las Torres Gemelas, el derrumbe de ambas y las consiguientes escenas de pánico colectivo.
Pero, a nivel personal, nunca podré olvidar esa madrugada del once de septiembre de 1964 en la que abandoné definitivamente mi pueblo y emprendí una vida totalmente distinta en un internado de los Hermanos Maristas en Llinás del Vallés. Fue un cambio radical, un pequeño desgarro personal, un instantáneo desarraigo. La distancia temporal parece mitificar estos momenos. Pero la realidad de ese largo viaje a Cataluña está ahí, en blanco y negro. Y mi memoria vuelve cada año a ese momento en el que, poco después de las fiestas en honor a la Virgen de La Zarza, dejaba a los míos y emprendía un viaje personal incierto y complicado.
* En la imagen, el Caspolino, que enlazaba Caspe con Barcelona.
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