VERUELA, SÍMBOLO Y TRADICIÓN
Hace siglo y medio, el poeta romántico Gustavo Adolfo Bécquer permaneció durante casi un año en una de las celdas del Monasterio de Veruela, cenobio cisterciense ubicado en la ladera norte del Moncayo. El escritor sevillano aprovechó los meses de su estancia para colaborar en la prensa madrileña y para recorrer el entorno privilegiado de este cenobio que acababa de ser desamortizado. Gustavo reflejó estas impresiones en nueve excelentes "Cartas desde mi celda". En una de ellas nos habla del castillo de Trasmoz, de la brujería y de un cementerio solitario, acogedor e incluso pintoresco.
Diez años antes - en el otoño de 1844 - dos intelectuales de la época visitaban Veruela el día 1 de noviembre, entonces dedicado a todos los difuntos. Estos viajeros intrépidos, interesados por la belleza de los monumentos artísticos y por su pervivencia para la posteridad, plasmaron el el volumen "Aragón" de la serie artístico-documental "Recuerdos y Bellezas de España" sus impresionea ante la sublimidad de este recinto, abandonado por los monjes tras la desamortización de Mendizábal y convertido poco después en hospedería. En aquel otoño frío y desapacible, José María Quadrado y Francisco Javier Parcerisa experimentan una estremecida emoción al contemplar la soledad, la amenaza de ruina y el entorno agreste y casi inhóspito de un lugar presidido por la formidable mole del Moncayo, que ya había recibido las primeras nieves.
El escritor balear y el dibujante barcelonés se dejan envolver por los ecos de la belleza natural y del latido artístico y expresan una serie de sensaciones aparentemente contradictorias, acordes con la estética de lo sublime y con la captación romántica del paisaje claramente connotativa. Así describe Quadrado la contemplación del monasterio de Veruela a mediados del siglo XIX:
Un monasterio bizantino del siglo XII nos aguarda pues a dos leguas de Tarazona y a una milla del pueblo de Vera: situado en reducida llanura, su horizonte tiene algo de austero que degenera en monótono, si el Moncayo no descollara en frente, dominándolo ora cual poderoso protector, ora cual deidad formidable, soplando sus helados vientos a través de los sonoros corredores y alfombrando asimismo los techos con el mismo blanquísimo velo que cubre casi todo el año su propia cabeza.
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