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josemarco

PUEBLOS DORMIDOS

PUEBLOS DORMIDOS

    Siempre me ha gustado viajar por carreteras secundarias, al margen de los caminos más trillados, siguiendo la sabia estela de los viajeros románticos. Siempre han despertado mi curiosidad esos pequeños núcleos rurales situados en una pequeña eminencia al borde del camino, a la orilla de un riachuelo, semiocultos tras una colina o un humilde cerro. Siempre me han cautivado esos paisajes azorinianos, esos senderos machadianos, esas rutas románticas recoletas y sorprendentes.

     En mi viaje navideño hacia Levante, me detuve en un pequeño pueblo muy pintoresco, situado a sólo trece kilómetros de Teruel. A pesar que desde mi infancia su nombre resonaba en mis oídos, nunca había tomado ese desvío de un kilómetro escaso para acercarme a Cuevas Labradas, a la orilla del río Alfambra.

     Y me sorprendió gratamente en una mañana soleada de invierno, el silencio de sus calles, la soledad de sus casas, el humear de algunas chimeneas, la enhiesta torre de la iglesia de San Juan Evangelista, su plaza recoleta y, sobre todo, ese olmo milenario que, como el famoso olmo de Antono Machado en Soria, es un testigo mudo del paso inexorable del tiempo, del éxodo de sus habitantes en la segunda mitad del siglo XX, de la inclemencia de un clima invernal duro e implacable.

     En la provincia de Teruel hay muchos pueblos dormidos, muchos núcleos rurales que soportan año tras año el lento discurrir de los días invernales, el poso blanquecino de las rosadas, el brillo claroscuro de los hielos, el fantasma de la soledad y el abandono. Todos ellos intentan renacer de sus cenizas y, como Cuevas Labradas, cuidan cada vez más su entorno, atraen el turismo rural y potencian al máximo sus señas de identidad.

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