CONTRASTES
El otoño es una estación de contrastes. Contrastes que unas veces se transforman en paradojas y otras en simples contradicciones. A medida que avanza el mes de octubre la naturaleza se va despojando lentamente del verdor azulado del estío y se convierte en un manto amarillento surcado de grises amarronados.
Pero esos contrastes se manifiestan con más nitidez cuando uno viaja en pocas horas desde el bullicio de la ciudad, vestida artificialmente de fiesta y de jolgorio, y la paz de los pueblos solitarios de la sierra, sólo alterada por el humilde rumor del río o por el murmullo de una cascada. En ese momento fugaz y efímero, como todas las vivencias más o menos intensas, el clima otoñal transmite silencio, serenidad y sosiego. Una paz que los urbanitas difícilmente son capaces de apreciar ni valorar.
Lo experimenté la semana pasada, cuanto realicé un viaje relámpago a Aliaga y me paseé por las orillas del Guadalope. Mientras contemplaba el perfil de las casas del barrio bajo y el color amarillento de los chopos centenarios, me acordaba de esos árboles talados sin motivo aparente en las calles de mi barrio, de ese río cada vez más contaminado, de esas aceras llenas de suciedad y de residuos. Son despojos otoñales, fruto del capricho del hombre. Afortunadamente, todavía quedan oasis en los que refugiarse de vez en cuando en busca del solaz que no nos ofrece la gran ciudad.
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