Recorro en bicicleta la parte este del término municipal de Massalavés. Toda esta zona está sembrada de naranjos. El aire suave de levante alivia el calor de esta tarde de verano. Los naranjos contrastan con su intenso verdor y ponen una nota alegre a este paisaje cada vez más castigado por la sequía, la especulación y las construcciones irracionales. Me detengo en uno de los campos - muy cerca de la vía por la que pasa el tren-metro de la línea uno, de triste recuerdo y de trágicas consecuencias - y comienzo a quitar las malas hierbas, en el sentido más realista del término (no en el barojiano). También libero a los árboles de los llamados rebrotines, que nacen desde el tallo principal y desde cada una de las ramas. Se van apoderando del naranjo, absorben la savia y le quitan el alimento al incipiente fruto. También anida entre estos pequeños brotes el caracol, y van trepando las hormigas, como en el olmo machadiano.
Mientras busco la sombra rodeado de naranjos, no lejos de un espeso cañaveral y mientras oigo el murmullo de las aguas del Júcar, muy cerca de su desembocadura, recuerdo la famosa novela de Blasco Ibáñez, que en 1901 evocó estos paisajes y situó en ellos los azares de la pasión. Un breve párrafo nos puede ayudar a recordar la prosa casi modernista del escritor valenciano:
Los crujidos secos de las ramas sonaban en el profundo silencio como besos: el murmullo del río le parecía a Rafael el eco lejano de una de esas conversaciones con voz desfallecida susurrando junto al oído palabras temblorosas de pasión. En los cañaverales cantaba un ruiseñor débilmente, como anonadado por la belleza de la noche.Se deseaba vivir más aprisa; los sentidos se afinaban, y el paisaje imponía silencio con su belleza pálida, como esas intensas voluptuosidades que se paladean con un recogimiento místico.
¡Cómo han cambiado los tiempos! Ahora son pocos los agricultores que viven exclusivamente del campo. Muchos de ellos están abandonados. Y, por supuesto, ya no son - salvo excepciones - refugios para el ocio y para el amor oculto. Sólo queda el latido del paisaje, cada vez más amenazado y sin los encantos de hace un siglo.
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