EL REINO DEL VERDE
Te acercas a la ribera del Guadalope en una mañana fresca, soleada, levemente desapacible. La suave hierba, cada vez más verde, acaricia las plantas de tus pies y emite un susurro casi inapreciable. Es el reino del verde, el reino de la primavera, el reino de la frescura y la lozanía.
El río desciende con orgullo, casi con altanería, hacia lugares más escabrosos y acaso inhóspitos. De momento, se alía con las riberas y se contagia de ese verdor milagroso, casi inverosímil. El último mes de abril - húmedo y lluvioso como pocos - ha dejado una estela de humedad en el ambiente que se extiende a todo el valle y acaricia incluso las laderas de las cercanas montañas.
Llegas a un remanso del río, junto a un pequeño recodo. El agua parece que se detiene a reflexionar y renuncia, al menos en apariencia, a ese continuo fluir tan inquieto y efímero. Vuelves a comtemplar el paisaje más cercano: las huertas amarronadas, los chopos con sus primeras hojas diminutas verdeamarillas, que brotan con timidez, los frutales en flor, los arbustos que se desperezan después de un largo y monótono invierno. En el cielo, unas nubes blanquecinas parecen acudir a este reino primaveral como si estuvieran invitadas al festín visual y auditivo de la naturaleza.
Por unos minutos, te refugias en el silencio sosegado del valle y te olvidas de la gran ciudad. Allí reina el gris y el verde de los árboles asiste como un convidado de piedra al triunfo de lo artificial, de lo amanerado, del bullicio del asfalto y de los amaneceres opacos.
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Marcos Callau -