EL PULSO DE LA CIUDAD
La ciudad va recobrando su pulso cotidiano a medida que se acercan los últimos días de este atípico mes de agosto. Pero, al parecer, si paseas por las calles de Zaragoza durante un día cualquiera de esta semana de calor agobiante, compruebas que los establecimientos, las calles, las plazas, las avenidas, quieren renacer de un largo letargo, como si intentaran desperezarse después de una dulce siesta bruscamente interrumpida.
En las terrazas todavía se habla del verano, de las fiestas de los pueblos, de las horas de playa, del "dolce far niente". Alguno pregunta por el hijo de la vecina, el que acaba de comprarse un coche de alta gama. Tener en lugar de ser. Apariencia en lugar de realidad. En los bancos del paseo, los ancianos aprovechan la sombra de la mañana, antes de que el sol vacíe las avenidas. Piensan ya en el otoño, en ese futuro tan cercano. Hablan del agua del embalse de Yesa, que es algo mejor que la que se bebía antes. Critican a los políticos, sean del partido que sean. Y esperan que la crisis se desvanezca. Pero la mayoría son escépticos e incluso pesimistas.
Los niños y adolescentes comienzan a llenar las calles de los barrios. Barrios en fiestas, como el de San José. Barrios en vísperas de fiesta, como el de Las Fuentes. Es como si las fiestas de los pueblos se prolongaran. Como si todo el año fuera una fiesta eterna. Es la noria del tiempo. Es la evasión de la rutina, la lucha contracorriente. Todo para eludir esa espada de dámocles que pende de un hilo muy tenue y que marca el inicio de un nuevo curso: madrugar, ajustarse a un horario, organizarse un poco, intentar hacer algo para evitar el cada vez más extendido "ni-ni".
El pulso de la ciudad se va acelerando poco a poco a medida que el pulso de los pueblos se desvanece, se ralentiza, pierde su intensidad. Contrastes profundos. Sensaciones opuestas. Vuelta a la rutina y a la cotidianeidad.
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