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josemarco

A VISTA DE BUITRE

A VISTA DE BUITRE

     Nunca había estado en este lugar escarpado y escabroso. Después de trepar por unos peñascos encima de la carretera de Camarillas, me asomo a una oscura y escondida cueva y diviso a dos buitres. Me miran sorprendidos y huyen despavoridos emprendiendo el vuelo a lo lejos. Desde allí diviso un paisaje inédito. El castillo de Aliaga, que oculta la parte más antigua del pueblo, y el pueblo nuevo, que se extiende a la izquierda muy cerca de la orilla del Guadalope.

     Mientras contemplo el paisaje montañoso, que me es tan familiar y admiro las formaciones y plegamientos caprichosos de este parque geológico, evoco los rigurosos inviernos de hace cincuenta años, los caminos pedregosos, los bancales cultivados en las laderas de las montañas, los rebaños de ovejas, las caballerías y la huerta cultivada a la orilla del río de la Val.

     Ahora queda muy poco de todo eso. Sólo permanecen las montañas enhiestas, solitarias, eternas. Y el valle verdeante y el castillo semiderruido. Me preguntaba también si valdría la pena reconstruir el castillo y convertirlo en un lugar de atractivo turístico con mirador y centro de interpretación incluido. Sería un proyecto ambicioso e interesante. Y muy útil para este pueblo que se beneficia del turismo, especialmente en los meses estivales.

     Mientras desciendo cuidadosamente entre sabinas humildes y aliagas rebeldes, me imagino a los buitres que volverán a su cobijo, a esa cueva que quizás en el pasado albergó a algún fugitivo o a algún maqui. Es viernes y no paran de llegar coches a Aliaga para disfrutar del fin de semana, para huir del calor agobiante de Zaragoza o de Valencia, para disfrutar del paisaje y del solaz. Dejo a mi derecha la porra, otro icono del pueblo y contemplo desde el puente la eminencia en la que he estado a la altura de los buitres. Quizás haya sido una pequeña locura de una tarde calurosa y apacible.

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