ATALAYAS
En una tarde apacible y tranquila de finales de julio, cuando el sol comienza a perder su fuerza y se levanta una suave brisa, comienzo a ascender desde Las Casillas a una de las atalayas privilegiadas que rodean a Aliaga - este valle retorcido según la etimología árabe -. Desde lo alto, contemplo todas las montañas que rodean al pueblo, esas formaciones geológicas de hace millones de años, que han convertido a este lugar en un enclave privilegiado, en un Parque Geológico de los mejores de Europa.
Las sombras se ciernen sobre el caserío, situado al cobijo de las montañas y bajo la custodia silenciosa de los restos de un castillo medieval. La herida del silencio toca mi sensibilidad y sólo se oye a lo lejos el sonido de las campanas que señalan las ocho de la tarde. Por lo demás, mientras recorro esta colina escarpada, sorteo las aliagas, acaricio las sabinas y esquivo las hierbas aromáticas, especialmente el espliego y el tomillo.
Con mi cámara quiero dejar constancia de este momento y realizo varias fotografías panorámicas como la que aparece en esta entrada. No me canso de contemplar el paisaje, las calles perdidas en la lejanía, la torre inconfundible de la iglesia de San Juan, la cúpula del santuario de la Virgen de la Zarza, el perfil del pueblo nuevo, los chopos cabeceros que flanquean el río Gualalope y siembran de verdor sus orillas. Nunca había observado mi pueblo desde esta privilegiada atalaya. Acaso en mi infancia. Pero ya no lo recuerdo. Porque cada día y en cada momento se puede ver de distinta manera el mismo valle, los mismos caminos, las mismas calles, los mismos tejados. Hoy ha sido una tade distinta. Una tarde en la que la distancia me ha hecho sentir más cerca de la tierra que me vio nacer.
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