MUSEO DE LA SOLEDAD
Ayer tarde el escritor Carlos Castán presentó en la sala Fnac de Zaragoza la reedición de su libro de relatos Museo de la soledad. Estuvo acompañado del poeta y crítico Manuel Vilas y de Óscar, coeditor de la obra. Ha sido un acierto que esta antología de doce narraciones breves apareciera de nuevo para disfrute de los que están acostumbrados a degustar la buena literatura. Porque Carlos es un buen narrador, un buen estilista y un excelente observador de la realidad cotidiana.
Museo de la soledad presenta como motivo recurrente la soledad como evocación del pasado y como eco agridulce del presente. Porque la soledad es memoria, es recuerdo y es desolación. Plasmo un fragmento de uno de los relatos - Silencio tan de Silvia - con el que muchos lectores de la generación de Carlos se sentirán inmediatamente identificados.
Los veranos entonces no se acababan nunca. No había nada, de entre todas las cosas que podíamos concebir, que se pareciese más a la eternidad; por eso la primera noche era tan difícil conciliar el sueño, pensando en todas las cosas que íbamos a hacer en ese paraíso de incertidumbre. Igual que en el tintero, antes de ser abierto por primera vez, de alguna manera están ya encerrados el poema o la sentencia que alguien escribirá más tarde, nosotros notábamos que todos los gritos que íbamos a dar ese verano, los de dolor y los de alegría, los de ilusión y de guerra, estaban ya agazapados en nuestra garganta; no todavía en el viento, desde luego, pero podíamos sentirlos allí, arañándonos en la oscuridad del dormitorio, en forma de insomnio y de latido.
Bajo las sábanas escuchábamos los balidos procedentes del corral y urdíamos ya nuestros primeros planes, todo lo que haríamos a partir de que por fin se hiciera de día; excitados, nos dibujábamos el uno al otro, en el aire, los mapas de la aventura, los recorridos que seguiríamos para encontrar un tesoro al que nuestro sueño no habría alcanzado todavía a dar forma ni nombre, pero que sin saber bien por qué, a pesar de hallarnos tierra adentro hasta más no poder, relacionábamos vagamente con un mar al sur del mundo, salvajemente azul e infestado de piratas y ballenas gigantes. Y nos preguntábamos si habría llegado ya el resto de amigos forasteros con los que coincidíamos en el pueblo un año tras otro, chavales que venían de Madrid, como nosotros, o de Alemania, Cataluña y Zaragoza, todos tristes chicos de ciudad, mustios y pálidos en comparación con cualquier lugareño de nuestra edad, con un inconfundible olor a cerrado y a la humedad de la lluvia mirada sólo desde el balcón, ésa que mojaba al mundo y a los demás mientras nosotros, a buen recaudo, matábamos el rato con estúpidos rompecabezas y recortables de soldados, o llenando álbumes y más álbumes con los cromos que salían en las tabletas de chocolate y que nos mostraban un mundo más allá, barcos y volcanes, tiburones y actrices, todas las sorpresas ocultas en una caja mágica que nuestros dedos nunca alcanzaban a rozar, como en esas pesadillas en las que pretendemos alcanzar algo que a cada paso se nos escurre, la espada salvadora que resbala en nuestras manos o el seguro burladero que se va alejando como el horizonte.
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