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josemarco

EL PESO DE LA AUSENCIA

EL PESO DE LA AUSENCIA

     Esta mañana me he levantado a la misma hora que un día laborable. Me han nombrado por "sorteo" como vocal suplente y me he acercado a las ocho a mi mesa electoral, situada en el colegio Santo Domingo de Silos, en el barrio zaragozano de Las Fuentes. Comenzaban en ese momento doce horas intensas, doce horas de incertidumbre, doce horas de desfile casi ininterrumpido de votantes a sus respectivos colegios electorales. Como ya estaba puntualmente la vocal titular, me he dado un paseo por el Casco Viejo zaragozano y he desayunado, antes de regresar a depositar mi voto, a las nueve y media de la mañana. Al filo de las ocho y media, los noctámbulos comenzaban a retirarse a descansar. Muchos de ellos habían decidido acudir a las urnas antes de conciliar el sueño. Los más madrugadores se tomaban un chocolate con churros entes de depositar su voto. Era el momento de los contrastes barojianos y de las visiones urbanas valleinclanescas. Las calles permanecían casi vacías, silenciosas, sólo invadidas por los primeros rayos de sol y alteradas por el sonido estridente de la sirena de una ambulancia.

   Tengo da la impresión de que las mañanas de los domingos son muy parecidas en todas las ciudades y que casi todas las zonas antiguas tienen mucha similitud. Sólo los monumentos más representativos de cada urbe, la salvan de la monotonía, de una invasión de cosmopolitismo mal entendida. Porque cada vez quedan menos vestigios costumbristas, cada vez quedan menos huellas de lo local, de lo castizo. Lo pintoresco va perdiendo fuerza a costa de una uniformidad en todo: en edificios, en establecimientos, en centros comerciales, en el diseño de las grandes avenidas,... En Zaragoza, además de El Pilar y sus aledaños, quedan algunas torres de estilo mudéjar y algunos monumentos emblemáticos. Ya al filo de las nueve, contemplo la torre de la Magdalena, al final de la calle Mayor. Siempre me ha atraído su silueta esbelta, limpia, familiar.

    Desde allí, me dirijo de nuevo hacia mi colegio electoral. Esta vez como votante. Voy solo, tranquilo, decidido a ejercer mi derecho como ciudadano. En el vestíbulo del colegio aumenta el bullicio. Los policías dialogan con los interventores. El presidente de la mesa introduce mis papeletas en las respectivas urnas. Me detengo un minuto antes de recoger mi carné de identidad y noto que me falta algo. Recuerdo que las papeletas de Nieves se han quedado en casa. Durante unos segundos me invade un amargo poso de nostalgia. Y  regreso a casa con el peso de la ausencia.

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