MIRANDO AL CIELO
Hay días en que es mejor mirar al cielo. Tender la vista hacia el horizonte infinito y contemplar ese azul implacable que nos cura de las heridas y nos revitaliza por dentro. Es mucho mejor mirar al cielo que inclinar las pupilas hacia las miserias cotidianas. Hay tanta desolación en nuestro entorno, tanta miseria, tanta incertidumbre, que la contemplación de las montañas de la sierra en esta mañana dominical puede ser incluso algo terapéutico.
Los fines de semana tienen últimamente muchas ventajas. Hay que destacar, entre otras, el obligado paréntesis de la rueda siniestra de la economía, que nos da un mazazo un día sí y otro también. Todo se encamina al borde del precipicio, todo está bajo sospecha. Hasta el clima parece que se ha puesto de acuerdo con las cotizaciones de la bolsa. Descensos, escasez de agua y cauces de los ríos desolados. Parece que estemos viviendo un verano de transición, un estío de sobresaltos, una estación incómoda. Casi sin querer ya anticipamos el otoño, un otoño caliente, un otoño de crudas realidades y oscuros presagios.
Por eso hay que mirar al cielo, hay que contemplar las estrellas al anochecer, hay que pasar de puntillas por esta sequía pertinaz, por este bombardeo de noticias incongruentes, por esa escalada cruel de la prima de riesgo. Y hay que intentar sonreír, hay que intentar vivir intensamente el presente, hay que intentar soñar. Y valorar la amistad, las tardes dilatadas en el campo, las veladas alegres y despreocupadas, las tertulias, las lecturas amenas, el ocio bien empleado.
Y hay que mirar también hacia el cielo para adivinar la llegada de alguna nube por el horizonte, que siembre de copiosa lluvia los campos, que revitalice los cauces de los ríos, que aleje para siempre el fantasma de la sequía. Para que el río Guadalope, mi río de toda la vida, no muestre esta imagen fantasmal y descarnada, con sus entrañas despojadas de vida y de alegría.
(FOTOGRAFÍA: Cauce seco del río Guadalope a su paso por Aliaga)
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