Un sol otoñal se cuela por los cristales en esta mañana aparentemente apacible de noviembre. Digo apacible porque aún no me ha golpeado el cierzo del valle del Ebro que lame las esquinas y altera el sosiego de las aceras. La mañana se presenta tranquila. Eso sí, con una agenda distinta a las del fin de semana. Café con leche y churros en la cafetería-restaurante Los Tulipanes, un lugar acogedor en el que uno se encuentra como en su propia casa. Luego me acerco a una tienda de muebles que ha roto los precios esta semana y está abarrotada de clientes. Eso queremos todos: ofertas, bonificaciones, precios especiales. Porque el fantasma de la crisis sigue ahí, en cada recoveco de las calles, con mendigos a la puerta de los supermercados, con buscadores de algo para sobrevivir en el vientre oscuro de los contenedores, con los establecimientos cerrados, llenos de polvo y dejadez.
Mi regalo matinal - o auto-regalo - ha sido la revista TURIA, su número 108 que coincide con su treinta aniversario. Se celebró en Teruel el martes. Y rinde homenaje a la que fue iniciadora y codirectora Ana María Navales. También colaboran escritores de primera fila como Paul Auster y Fernando Savater. Hojeo la revista con cariño, con deleite y me detengo en una página de poesía que me llama la atención y no puedo evitar leer antes de llegar a casa. Me identifico totalmente con el poema de Luis García Montero y lo plasmo aquí como un regalo otoñal para todos los docentes, para todos los adolescentes que acuden a nuestras aulas, para todos los que empezamos a ver la vida desde una atalaya agridulce.
VIGILAR UN EXAMEN
Ser dos ojos
que deben contemplar la triste historia
del joven español que se hace viejo.
Al fondo de la clase,
un murmullo de himnos, canciones y protestas.
Miro en aquel pupitre
a ese niño que fui. Estaban las preguntas
en un folio marcado con yugos y sotanas.
De memoria sabía
rezar, callar, decir que sí, perdón,
no me lo tome en cuenta.
Me veo adolescente. El muchacho de al lado
aprendió sus lecciones. Yo procuro copiarme
para correr y luego
imaginar los ríos de montaña,
el agua pura
hasta donde no llegan las mentiras,
ni el privilegio impune,
ni la pobreza calculada
como una enfermedad de la nación.
En la última fila
rebusca en su libreta el joven descarado
que ya no tiene miedo,
que no soporta el gris,
que no piensa perder porque desprecia
el dinero del rey
y la corona del banquero.
Vigilar un examen
sobre historia de España. Ser dos ojos
de persona mayor
doctorada en antiguas esperanzas
que una vez más observa
la fatuidad, la corrupción, la falta
de pudor en los jefes de la tribu.
No hay nada más cansado en este mundo
que corregir exámenes. Ver cómo pasa el tiempo,
envejecer, sentirse tachadura
sobre papeles amarillos,
víctima y responsable
de un amargo suspenso general.